Y en la oscura extensión río abajo
-como un audaz vidente en trance,
contemplando su infortunio-
con turbado semblante
miró hacia Camelot.
Y al final del día
la amarra soltó, dejándose llevar;
la corriente lejos arrastró
a la Dama de Shalott.
-como un audaz vidente en trance,
contemplando su infortunio-
con turbado semblante
miró hacia Camelot.
Y al final del día
la amarra soltó, dejándose llevar;
la corriente lejos arrastró
a la Dama de Shalott.
(Alfred
Tennyson, Los idilios del rey)
¿Somos lo que somos o lo que nos gustaría ser? Ciertamente, no lo sé. Soy carne y también soy hueso. Nada sería sin la materia
que me da solidez y nadie me identificaría si no viera mi rostro, mi pelo o las
curvas de mi cuerpo. Sin embargo, no sólo soy carne —y también hueso—, pues el
alma que mi interior alberga es mucho más yo que yo misma. El tiempo, la vida,
la ha hecho de una determinada manera, pero el tiempo, la misma vida, le ha
impedido florecer y transmitir todo lo que en mi interior acaece. El alma
vaga sin rumbo por los senderos del cuerpo, ansía irradiar una luz brillante
y potente, que queda oprimida por las limitaciones del cuerpo que la alberga. ¿Somos
cuerpo o somos alma? Somos luz que brilla o a la que no dejamos brillar.
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